viernes, 26 de diciembre de 2014

Un día lejos del paraíso

VII


La felicidad que aportaron los días posteriores al cambio fue de un descubrimiento mutuo. El simple acontecimiento de entrelazar sus manos y caminar sin rumbo se convirtió en el suceso más esperado del día.

Observar en la mirada del otro les permitió reconocerse. La sorpresa de Gabriel al sentir lo que le rodeaba hizo que Estela apreciara otra vez todo aquello que a fuerza de costumbre había dejado de contemplar como importante. El atardecer, se transformó, una vez más, en lo que representaba cuando era una niña; el sol tardío que, con sus ambarinas caricias, se colaba por el follaje circundante de la laguna comenzó a llenar de tranquilidad y sueños, con su particular calor, la vida.

Frente a la independencia tan marcada de Gabriel, Estela, no consiguió oponerse a que él buscara un trabajo; quisiera alojar en otro lugar y, menos aún, al empeño de ganar la confianza de Luisa. Frente a lo último Gabriel no encontró resistencia, pues en la primera visita que hizo, al presentarse, el silencioso trato que los unió por años, prevaleció; y, su nana, no puso objeción a que un joven tan adorable, palabra con que lo describió, visitara a su niña.

La presencia de Gabriel no pasó desapercibida. En el pueblo, se comenzó a hablar del forastero que visitaba el fundo Los Coihues. Para las mujeres, se transformó en el ideal masculino con su perfecta educación, pues saludaba y se preocupaba por la mayoría de las personas que encontraba en el camino; mientras que, los hombres, no comprendían el porqué del alboroto por un simple viajante que tarde o temprano abandonaría el pueblo como ya habían hecho otros. Y como para los comerciantes el acceso a una persona es el crecimiento de los negocios, Gabriel, no debió esperar demasiado para encontrar un trabajo que incluyera un lugar donde vivir.

El Emblema, un emporio que cubrió las necesidades de Gabriel, se ubicaba en el centro del pueblo; frente a una pequeña plaza que así lo indicaba. El extenso mostrador que abarcaba los dos costados y el centro del recibidor de una vieja casona nunca se encontraba solo. Pues en general, estaba tan surtido, que se podía hallar hasta lo impensado. Para muchas almas era el acceso al paraíso. Allí se podía preguntar y reservar sin límite de tiempo. El propietario, un inglés que se vio reflejado en el entusiasmo y situación de Gabriel, no quiso desaprovechar la oportunidad que se le presentó. Como solitario vástago de la familia Clennan había sido criado solo por mujeres y sabía a la perfección el funcionamiento de una casa. Pese a la negación general de los varones sabía el poder de decisión que representaba una mujer al momento de las compras; por lo tanto, su nuevo dependiente quedó asignado, para privilegio de todas, a la atención exclusiva de las damas.

En una semana, Gabriel, había aprendido más que el funcionamiento del pequeño mercado. Le divertía el comportamiento irracional de Estela cuando le hablaba de lo ocurrido en el trabajo; a  pesar de lo incomodo que era para sí mismo se entretenía contando los juegos de palabras que las clientes osaban realizar cuando las atendía o de las miradas fugaces que las más tímidas se atrevían a dirigirle.

Entre silencios y reproches se hallaba una tarde cuando de improviso se allegó a Estela que descansaba sobre la hierba y la besó para calmar su enfado. La sorpresa de una acción tan inesperada consiguió su objetivo. Con risas ahogadas se limitó a decir que ella era la única mujer que existía para él.



Con un presente de lo más halagüeño no existía posibilidad que el futuro fuese a variar, por lo menos el relampagueante deseo que atravesó los pensamientos de ambos se hizo notar en sus ojos mientras contemplaban el atardecer.  

viernes, 19 de diciembre de 2014

Letras Impresas: Los poetas resisten


Los poetas resisten.
Es difícil librarse de ellos,
aunque Dios sabe que se ha intentado.
Nos los encontramos en el camino
en actitud mendicante, con sus platos,
una costumbre ancestral.
No tienen nada,
excepto moscas secas y céntimos falsos.
Nos miran como pasmados.
¿Están muertos o qué?
Sin embargo, tienen esa mirada irritante
de los que saben más que nosotros.

¿Saben más de qué?
¿Qué es lo que alegan saber?
Escupidlo, les silbamos.
¡Decidlo claro de una vez!
Si buscas una respuesta sencilla,
entonces fingen estar locos,
o borrachos, o pobres.
Se pusieron esos disfraces
hace algún tiempo,
esos jerséis negros, esos andrajos;
ahora pueden quitárselos,
Y tienen problemas con sus dientes.
Ésa es una de las cargas.
Les vendría bien ir al dentista.

También tienen problemas con sus alas.
No se muestran dispuestos a colaborar
con nuestro departamento de vuelos.
Ya no planean, no resplandecen,
no bromean.
¿Para qué demonios les pagamos?
(Imagina que les pagamos.)
No pueden despegar
con sus plumas enlodadas.
Si vuelan es hacia abajo,
hacia la húmeda tierra gris.

Idos, les decimos,
y llevaos vuestra aburrida tristeza.    
No os queremos aquí.
Se os ha olvidado cómo decirnos
lo sublimes que somos.
Que el amor es la respuesta,
siempre nos gustó este verso.
Se os ha olvidado cómo hacernos la pelota. (You`ve forgotten how to kiss up)
Ya no sois sabios.
Habéis perdido vuestro esplendor.

Pero los poetas resisten.
No se puede decir que no son tenaces.
No saben cantar, no saben volar.
Sólo saltan y croan
y se golpean contra el aire
como si estuvieran en jaulas,
y cuentan el viejo chiste.
Cuando les preguntan, responden
que dicen lo que deben.
¡Jope, qué pretenciosos son!

Sin embargo, saben algo.
Hay algo que sí que saben.
Algo que están susurrando.
No alcanzamos a oírlo.
¿Sera sobre sexo?
¿O sobre el polvo?
¿O sobre nuestro miedo?

Como la incapacidad que poseo para apreciar el género lírico algunas veces me abandona, quise compartir este poema que aparece en el libro La Puerta de Margaret Atwood, escritora canadiense, que oscila entre la narrativa y la poesía.

Los versos (a mi parecer), en su composición, son de lo más ilustrativos y no solo aplicables al selecto grupo de los poetas. Bien, si creen distinguir características que coincidan con algunos de sus conocidos o incluso si son capaces de encontrarlas en sí mismos, seguramente algo de él quedará en sus memorias. 
        
Nota: El verso que aparece en inglés quise dejarlo para que lo traduzcan a su parecer, pues la traducción utilizada del mismo no me gustó (hasta hace poco no sabía que era “hacer la pelota”).

lunes, 3 de noviembre de 2014

Letras Impresas: Historia del pueblo mapuche, siglos XIX y XX



Esta es una historia acerca de la intolerancia. Acerca de una sociedad que no soporta la existencia de gente diferente. De un país español, criollo europeo, cristiano occidental, que se dice civilizado y trata de acabar con los bárbaros, los salvajes, los hombres que deambulan libremente por las pampas y cordilleras del sur del continente. Ellos se defendieron del salvajismo civilizado; hicieron lo que pudieron, vivieron como mejor supieron, pelearon hasta el cansancio, y terminaron por morir y ser vencidos por el progreso. Entró el ejército, lo siguieron el ferrocarril y los colonos que venían a “hacer la América”, sin percatarse siquiera de lo que allí había ocurrido. Esta guerra inicua, que nuestros gloriosos ejércitos republicanos emprendieron en la segunda mitad del siglo pasado (XXIX), fue guiada por la intolerancia: el derecho de quien se cree civilizado a combatir la barbarie, en nombre de banderas y santos coronados de las mitologías del progreso de la humanidad.

La historia de los que no aceptaron ha sido silenciada. Hay, al parecer, una definida tendencia a identificar la historia humana con la historia de los vencedores; los vencidos tantas veces percibidos como bárbaros no suelen tener historia, o su historia es absorbida por el triunfalismo de los vencedores. Quedan así en la memoria, cuando han quedado, como curiosas especies que no lograron sobrevivir, o perdiendo la propiedad de sus aportes al desarrollo del hombre, u ocupando un lugar en la mitología del vencedor, donde personifican fantasmales fuerzas del mal, del pasado, de la monstruosidad que el progreso de los pueblos debe desterrar. Es lo sucedido con el pueblo mapuche en nuestras historias, las que nos han hecho olvidar que en él había familias, amores, sentido del honor, moral intachable; en fin, vida humana en toda su complejidad.

Como indica José Bengoa, autor de esta obra, en el prólogo: “los libros a veces se independizan de sus autores y asumen vida propia”.

Llegar a conocer el contexto de este libro ha sido una de esas casualidades que la vida nos presenta de vez en cuando. Verle como un simple libro de historia sería injusto, porque no comparte solo una visión; se construye con voces diversas. Y, sin embargo, su inicio se da con una declaración curiosa de la Historia de Chile: “Que todos somos cuidadanos”. Excusa perfecta que encontró un estado democrático para hacer uso de las tierras y acabar con una guerra que ni la soberanía  de un reino había conseguido.

Para vergüenza del país en que habito, nada ha mejorado al respecto. La escasa o nula visión con que fueron repartidas las tierras, sigue presentándose hasta nuestros días. El amparo legal con que la sociedad ha catalogado de salvajes a una de las pocas etnias que sobrevive en el territorio chileno, no aparta la sorpresa de que todo un pueblo jamás haya sido aceptado por la patria que tuvo a bien recibirles para despojarlos.

jueves, 30 de octubre de 2014

Un día lejos del paraíso



VI
        
El desconcierto de Gabriel frente a su nueva condición de fragilidad quedó de lado al comprender lo que encerraba el sentimiento que Estela acababa de revelar. Muchas veces, como ángel, trató de explicar lo que sucedía con él, pero le fue imposible. Poco tiempo le bastó para comprender que un beneficio de ser humano era sentir. Ellos podían hacerlo sin vergüenza, sin temor, pues era su naturaleza; una naturaleza que, por alguna extraña razón, se aferraba a él desde siempre.

En su interior, a pesar de la multitud de sentimientos que se presentaban, sentía una satisfacción que como ángel jamás se le había permitido tener. Una plenitud que lo llenaba de gozo y abrumaba al mismo tiempo al reconocer que ya no sería un mero observador sino que podría participar de cada situación que la vida le permitiera vivir. 

Con perplejidad Estela trató de acercarse a él. La costumbre que tenía de hablar sin pronunciar palabras en ese momento no ayudaba en su comunicación, y al escuchar, en un tono divertido por parte de Gabriel, que él no era ningún adivino y que de ahí en adelante tendrían que comunicarse como lo hacía el resto del mundo, no pudo evitar suspirar como si quisiera llorar. Por un instante, su cabeza se llenó de preocupación. Qué había hecho, contempló que había condenado a Gabriel a una vida que no le pertenecía solo por egoísmo. Con ideas tan alejadas a la de su ángel le tomó por sorpresa que él se acercara para abrazarla, atribuyéndole, además, la felicidad que podía sentir. 


Contar con la compañía de Gabriel fue la compensación a todo lo que ella había dejado atrás desde el inicio de su viaje, con pesar cruzó la idea que no hace mucho era igual a él. La vida le había permitido contemplar lo que sucedía fuera. Que las personas, en su mayoría, no eran impulsadas por la bondad; pensó en la ingenuidad y el desconocimiento, y en cómo nadie se detenía a pensar en las consecuencias de sus actos. Aunque no por ello era menos feliz. Su mano sostenida por la de Gabriel la alentaba a mirar el futuro con optimismo. Finalmente, encontrar la compañía que determina el curso de las vidas, es un privilegio al que no todos pueden acceder desde una primera vez.

lunes, 13 de octubre de 2014

Letras Impresas: El niño que enloqueció de amor



“¿Habéis oído cantar un pájaro en la noche?
  
Suele ocurrir que un rayo de luna, un rayo levemente dorado, derramándose, derramándose por entre el misterio del follaje, alcanza la rama donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba, como imagina el ave. Pero… ella canta.

Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito, descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve a dormir.

No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, saltan aturdidas y vuelan… Solo que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la oscuridad, o se ahogan en un lago iluminado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escucharles sus mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.

¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el amanecer y las ahoga en una existencia de tinieblas?”

Un inicio de lo más poético es el que da Eduardo Barrios (1884-1963) a esta novela breve. No sé si a ustedes les pasó que al leer: el corazón se les detuvo y una extraña sensación recorrió cada fibra de su ser; lo que acabo de detallar fue exactamente lo que sucedió conmigo y es extraño porque soy bastante negada para este tipo de sensaciones, sentimientos, reacciones o, como quiera que se llamen.

Hace un tiempo que venía escuchando opiniones sobre El niño que enloqueció de amor. Confieso que leí bastante tiempo atrás el libro, cuando era de lectura obligada en el colegio y, la mente, por lo menos la mía, no estaba preparada para apreciar las letras como lo hace hoy.

Aunque fue publicada en marzo de 1915, esta novela no se deja envolver por el paso del tiempo (lo que no puedo decir de la versión que poseo; que está en roneo y atacada por generaciones pasadas). Del título y comienzo que nos regala el autor se puede desprender una parte de su belleza; así que confiando en que será una sorpresa o, un grato recuerdo, les recomiendo esta lectura; que, en lo personal, aportó con ambas.